Mi existencia en Internet se remonta a edades tempranísimas. Mi primer recuerdo vinculado a esto es estar en el regazo de mi papá a los cinco años mientras él creaba la dirección de correo electrónico que me acompañó hasta los quince. Tuve fotolog, numerosos blogs y, hasta el día de hoy, una cuenta de Twitter que si me la cierran, lloro. Todo lo que soy, lo que fui, lo que alguna vez pensé y no me atreví a decir en voz alta, está publicado en algún lado. A veces quiero creer que soy otra distinta a la que escribió esas cosas, pero termino siendo siempre exactamente la misma: la de las ansias de decir, de llenar el silencio, la hoja en blanco. La que no puede guardarse nada para sí misma porque si no lo saca, eso se queda adentro y crece y crece y finalmente explota.
Con ropa, sin ropa, llorando, riendo; habito espacios con distintos nombres y en todos me desnudo para alguna audiencia. Hace un tiempo leí un relato llamado Pornografía del duelo que me interpeló un montón. El duelo online, sufrir y mostrarlo, performatizarlo. “Como una canción tributo que la banda se toca a sí misma, virtualizamos para marcar un precedente ante el vacío de no poder controlar la propia imagen.”
Yo quiero ser la que genera las palabras y las imágenes donde un otro se refleje y piense en lo que no dice, para que después se ría o llore o se masturbe (o un poco de todas). Ser tan obscenamente verborrágica que cuando alguien corta conmigo se ve en la necesidad de advertirme, de pedirme: “no twittees sobre mí”. Ser tan abierta que me rompo. Sangrar de manera tan pública que del otro lado no quede más remedio que una fascinación por consumirme. Y quizá, quién sabe, entenderme. Porque no puedo hacer otra cosa, porque no entiendo otra manera.
Hoy es mi cumpleaños número veintiséis y con esta introducción les doy la bienvenida a este bestiario. Enjoy.
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